- Por María Luisa Lozano, experta en eficiencia energética y CEO de EMMA Energy. //

En la discusión sobre transición energética solemos pensar en grandes parques solares y eólicos, en hidrógeno verde y en electromovilidad. Sin embargo, hay un recurso que muchas veces pasa inadvertido y que es, al mismo tiempo, la herramienta más rápida, costo-efectiva y transversal para reducir emisiones: la eficiencia energética.
En Chile, la Ley 21.305 de Eficiencia Energética marcó un hito al obligar a los grandes consumidores a gestionar su uso de energía y abrir un camino hacia un consumo más racional. Pero la experiencia internacional y, sobre todo, los escenarios de la Planificación Energética de Largo Plazo (PELP) 2023–2027, recientemente aprobada por el Ministerio de Energía y publicada en el Diario Oficial, muestran con claridad que cumplir con lo mínimo ya no es suficiente. Si realmente queremos alcanzar la meta de carbono neutralidad al 2050, la eficiencia energética debe dejar de ser vista como un complemento y pasar a ser un pilar estructural de la estrategia climática.
La razón es simple. La energía más limpia es aquella que no se consume. Un edificio con aislación térmica avanzada, un sistema de calefacción distrital, una flota minera que optimiza sus consumos o un proceso industrial que reduce pérdidas energéticas generan impactos inmediatos. Menor presión sobre la infraestructura eléctrica, menos emisiones locales y globales, y un ahorro económico que fortalece la competitividad. Además, incluso las energías renovables, que emiten mucho menos que los combustibles fósiles en su operación, tienen una huella asociada a lo largo de todo su ciclo de vida (desde la extracción de materias primas y los traslados hasta la construcción, el uso y la disposición final de equipos). Por eso, no basta con reemplazar combustibles fósiles por renovables: reducir la demanda es siempre la manera más efectiva de evitar emisiones.
Los escenarios de la PELP son ilustrativos. En el de recuperación lenta, la eficiencia queda reducida a un cumplimiento normativo básico, con avances marginales. En el escenario de carbono neutralidad, en cambio, se expande en todos los sectores productivos y residenciales y se combina con la electrificación y las energías renovables. Finalmente, en la transición acelerada, hablamos de “Net Zero Buildings”, gestión inteligente de la demanda y alta penetración de tecnologías que permiten usos térmicos y motrices electrificados. La diferencia entre esos caminos marca el contraste entre rezagarnos o liderar la transición energética global.
Desde la perspectiva de política pública, esto exige coherencia y ambición. Programas de aislación en viviendas sociales, incentivos al recambio tecnológico en pymes y grandes industrias, regulaciones más exigentes en construcción y campañas educativas que muestren a la ciudadanía que eficiencia no significa privación, sino mejor calidad de vida. Para la industria minera, además, representa un desafío de competitividad, ya que los mercados internacionales valoran cada vez más el cobre, el litio o el hidrógeno de baja huella de carbono, y la eficiencia energética es parte de esa credencial verde.
La carbono neutralidad no se logrará únicamente instalando más megawatts renovables. El futuro se definirá también en las pequeñas decisiones, como la forma en que aislamos nuestros hogares, la gestión digital de la demanda eléctrica o la capacidad de reducir consumos innecesarios. La eficiencia energética es, en definitiva, el “primer combustible” de la transición, invisible pero decisivo.